- No insistas, no te humilles más ¡Levántate, por favor!- Decía Bruno mientras le asía por los brazos- Sabes que esto no puede seguir. Es demasiada carga para mí. Demasiadas mentiras, demasiadas apariencias. ¡Esto me está destruyendo! ¡Ya no sé quién soy, ya no sé qué siento! ¿Comprendes?
Alberto lo miraba con los ojos brillantes por las lágrimas.
- Así que esta vez es de verdad- suspiraba mientras le dirigía una mirada de incredulidad y tristeza- Siempre había temido que este día llegara y lo ha hecho. Todas las mañanas me despierto y te veo a mi lado, preguntándome: “¿Será esta la ultima noche? ¿Le volveré a ver?” Pero rápidamente me obligo a apartar de mi mente esos pensamientos, porque abres los ojos y me miras. Me miras y sonríes. Entonces sé que te volveré a ver.
Se hizo el silencio, un silencio todavía más triste que las palabras de Alberto. Solo se escuchaba el monótono discurso del informativo. Sus palabras se desplazaban perezosas desde el salón hasta el dormitorio.
Bruno y Alberto se conocieron, como tantos otros, una noche de juerga. Lo que empezó como una noche de desahogo y sin importancia, terminó en algo más serio. Habían mantenido una relación, por calificarla de alguna manera, que duraba ya 6 meses.
Alberto nunca creyó que aquello fuese a durar más de lo que estas cosas suelen durar, es decir, una noche y si eras muy buen amante dos, pero poco más. Tampoco pudo creer cuando el lunes por la tarde, en la pantalla de su móvil, apareció intermitente el nombre de Bruno. Emocionado y receloso aceptó la llamada. Al otro lado del auricular escuchó con claridad la dulce voz del otro chico. Hablaron por más de una hora. Si bien hay que decir, que su conversación fue más bien superficial y liviana, al final acordaron volver a verse un par de días más tarde, el miércoles en una cafetería.
Alberto no cabía en sí de la emoción. Inmediatamente, llamó a todos sus amigos, empezando por Eva, su mejor amiga. Eva fue la primera que supo de su peculiar “opción de vida”, como él solía decir. Amigos desde la niñez, este hecho no hizo sino reforzar el lazo que, durante años, se había formado entre ellos.
Los días se arrastraron lentamente hasta que por fin, llegó el miércoles. Después de pasarse dos horas decidiendo qué ponerse, salió de casa en dirección al café. A medida que se iba acercando al lugar, la duda iba creciendo en su interior. ¿Y si no se presentaba? ¿Y si era un psicópata? ¿Y si, y si…? Pero, llegó. Y entró, preparado para lo que pudiera ocurrir, tanto bueno como malo. Buscó con la mirada a Bruno. Le costó reconocerlo pero lo encontró. Estaba sentado en una mesa situada en una de las esquinas del café. Junto al gran ventanal de cristales azules. Leía una revista de motor. El sol de la tarde de agosto, entraba por la ventana e iluminaba la escena que, con el humo de los cigarrillos le conferían un aire de estampa de bar de posguerra. Bruno estaba guapísimo. Su pelo corto y rizado, estaba engominado y brillaba al sol. Su rostro blanco y redondo, donde solo resaltaban unos brillantísimos ojos verdes, chispeantes y llenos de vida. A pesar de ser varios años mayor que Alberto, seguía conservando una complexión fuerte, que mantenía con agotadoras sesiones de natación y algún que otro deporte, que su ocupada vida le permitía realizar. Alberto por su parte, era un muchacho alto y rubio, con la piel morena por el sol, gracias a las largas horas que pasaba en el mar con su tabla de surf. Hacía poco que había regresado de sus vacaciones y todavía conservaba en su rostro y su cabello, el aspecto saludable que la vida ociosa y la brisa del mar otorgan a los privilegiados que la disfrutan.
El chico se acercó a la mesa, Bruno levanto la mirada de las páginas de la revista
- Hola. ¡Ya pensé que no vendrías!
- Por nada del mundo me hubiese perdido esta cita
Y el resto es historia
Pero aquella mañana fría de Febrero, la historia parecía haber llegado a su fin. Esta vez Bruno no había correspondido con la acostumbrada sonrisa a la mirada de Alberto, tal y como hacía cada mañana. Por el contrario, retiró la vista y abandonó la cama. Mientras se dirigía al baño y con la mirada atónita de Alberto clavada en su espalda, dijo:
- Por cierto, esta noche vuelvo a mi apartamento.
Pasaron varias semanas hasta que Alberto volvió a tener noticias de Bruno. Desde que dejó la casa, el mundo se le vino encima. Se refugió por completo en su amiga Eva. Quien no sabia como sacarle de su inconsolable pena. No importaba si le cubría de halagos o si le gritaba las mayores barbaridades, nada parecía afectarle más que el hecho de que el único hombre que había querido le hubiese dejado de la noche a la mañana. No alcanzaba a comprender lo que había pasado. En qué momento había empezado a caminar solo, mientras Bruno se quedaba cada vez más atrás, más atrás, hasta que al final lo perdió de vista.
Aquella era otra mañana como las de las últimas semanas. Alberto se levantó dolorido en cuerpo y alma. Seguía sin poder pegar ojo. Dos negras manchas parecían haberse tatuado bajo sus ojos y su andar era desgarbado y lento. Se dirigía de su cama al sofá, donde vegetaría hasta la noche, instante en el que volvería a la cama. Ese era el peor momento del día. Cada uno de los rincones de aquella habitación desprendía el penetrante olor de Bruno. Éste entraba dentro de su cabeza y se instalaba en los más profundo de su cerebro, impidiendo cerrar el cofre que contenía los recuerdos de cuando estaban juntos.
Eva siempre le decía que lo mejor sería que se mudase una temporada con ella, hasta que se calmaran las cosas. Pero cada que le sugería esto, Alberto se ponía como una fiera, presa de una rabieta monumental, que terminaba con un éxtasis de llanto que lo dejaba sin fuerzas.
Inmerso estaba en el tremendo esfuerzo que suponía arrastrarse hasta el salón, cuando sonó el timbre. De mala gana, se encaminó a abrir
- ¡Cuántas veces te tengo que decir que te lleves las llaves para no molestar!-
Gritaba mientras abría la puerta.
- Lo siento, pero hace algún tiempo que no tengo llave de esta puerta- dijo Bruno con una sonrisa.
Alberto no podía creer lo que estaba viendo, incluso se frotó los ojos para cerciorarse que no era un sueño.
- ¡Qué sorpresa!- dijo cuando fue capaz de articular palabra- Perdón, por mis maneras, pensaba que era Eva…es que siempre se olvida las llaves, pero bueno, tu ya sabes como es…-se miraron en silencio- pero qué… pasa, pasa, ¡no te quedes en la puerta!
Al pasar por delante, Alberto volvió a aspirar aquel aroma que le había y le seguía privando de tantas noches de sueño. Bruno había cambiado. Al menos, en cuanto a aspecto externo. Ahora llevaba el pelo engominado hacia atrás y solo el final de su melena se revolvía en salvajes rizos, eso sí, tan brillantes y suaves como antes.
- Disculpa el desorden, pero es que ayer tuvimos una pequeña fiesta y ya sabes como son estas cosas. ¡Siempre acaba todo hecho un asco!- dijo aparentando que su deplorable aspecto era debido a una fiesta. Obviamente, Bruno no se lo creyó, pero no dijo nada.
- Siéntate, ¿puedo ofrecerte algo?
- No, gracias, estoy bien
- Bien, y ¿qué te trae por aquí?- dijo algo alterado Alberto
- Verás, creo que no me porté muy bien contigo el día que…bueno…hace unas semanas y creo que te debo una explicación.
Alberto notó como toda la sangre de su cuerpo corría precipitadamente a concentrarse en su cabeza. Firmemente, rezó para no derramar ni una lágrima.
-Ah, bueno, ¡pst! ¡Esas cosas pasan! Total, tarde o temprano…
Bruno lo miró un poco extrañado. En verdad había sufrido.
- Ya, es cierto. Pero aún así…Yo me sentiría mejor si pudiese explicarte algunas cosas.
- Bueno, si eso te deja más tranquilo…
- Sí
- Adelante
- Verás, la verdad es que no sé por dónde empezar...
En ese instante, sus miradas se encontraron por primera vez desde que se abrió la puerta. Alberto estaba sentado al lado de Bruno en el sofá. Por un segundo, el tiempo se paró. Solo existían las verdes esmeraldas de Bruno y los cristales azules del otro. Lentamente sus cabezas se acercaron y sus bocas se unieron en un beso. Temeroso y tímido al principio, pero que, a medida que se iban reconociendo y recordando sabores y texturas, se iba transformando en algo más salvaje y brutal. Se vieron envueltos en el huracán de sus pasiones y comenzaron a arrancarse la ropa. Mientras recorrían mutuamente cada milímetro de la piel del otro, como tantas veces lo habían hecho, pero como sintiendo como si fuese la primera vez. Las finas manos de Alberto volvieron a despeinar los negros rizos de Bruno, quien volvió a gustar el salado sabor a mar que emanaba de la piel del muchacho. Rodaron por el sofá durante interminables segundos, recordando, olvidando, aprendiendo e inventando, hasta que, extenuados, acabaron tendidos sobre la alfombra. Sudorosos y jadeantes, mirando al techo. Así permanecieron, quietos y en silencio, solo oyendo como su respiración se iba haciendo cada vez más calmada, hasta dejar de oírse.
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