Por petición popular, otro fragmento de la gran novela de nuestros días.
La ceremonia prosiguió en un ambiente de forzada calma, la
tensión se podía cortar con un cuchillo. Todos los invitados estaban observando
a la esposa de Richard Kendal, que estaba todavía sentada en su silla. Estaba
pálida y estupefacta, no podía creer que lo que acaba de presenciar, tampoco
acertaba a comprender por qué ella no se había marchado con su marido, quizá
fuera el hecho de que estaba tan apartada de él que no se dio cuenta de que la
orden también tenía que ver con ella o más bien fuera el hecho de que, en su
interior, ella sabía que Titán estaba cerca, en lo más profundo de su cerebro
sabía que si se iba con Richard, lo harían en su carro y entonces no podría ver
al muchacho. De repente, miró a su lado y vio que sus hijos no estaban su vera.
Se habían marchado con su padre. Entonces, Madelaine cayó en la cuenta de que
tendría que volver sola con le chico hasta la plantación. Estarían todo el
camino de vuelta solos los dos. Era un largo camino. Se encontraba pensando en
estas cosas cuando el ruido de los trajes al frotar con las sillas la devolvió
a la realidad. La ceremonia había terminado. Todos se iban a casa.
Lánguidamente cogió sus pertenencias se puso su gracioso sombrero de mimbre, se colocó
los finos guante de gamuza blancos y se acercó al féretro de la pequeña.
“Siento que hayas tenido que presenciar esto, querida” y acercándose a su
pálida frente, depositó un beso en ella. Se dirigió a la puerta y allí sé
encontró con Stuart Malone. Este aproximándose a ella le beso la mano y le dijo
con voz queda:
- Espero que este terrible incidente no haya afectado nuestro
acuerdo-
- No te preocupes Stuart, tú y Suellen os casareis aunque sea
lo último que haga en la vida, te doy mi palabra-
Madelaine salió de la hacienda y buscó el carro del muchacho.
Lo encontró cerca de uno de los grandes sauces que bordeaban la casa Malone. La
mirada de él daba a entender que se había dado cuenta de que volverían solos a
las Doce Mazorcas. El corazón de su amada daba pálpitos de lujuria. Ésta subió
al carro, y sin pronunciar palabra ambos marcharon en un paseo que se
retrasaría más de lo planeado. Pararon el carro cerca del río que separaba las
plantaciones vecinas, el río Tylerton. Al otro lado se encontraba el cobertizo
donde se almacenaba el algodón. Los dos sabían muy bien que aquella tarde, que
había empezado triste, se convertiría en una desenfrenada batalla del amor.
Titán bajó del carro, y con una educación propia de un amante ayudó a
Madelaine a dejar el coche. De este modo
se dirigieron a la caseta. Al entrar comprendieron que sería un cómodo lugar
para llevar a cabo sus propósitos. Madelaine volvía a estar en territorio de su
amante, pero a ella no le importó. Vendería su alma al diablo con tal de que el
fuerte muchacho compartiese con ella el desenfreno que sentía en su corazón. Su
larga melena rubia enmarcaba su bello rostro de diosa, el ceñido vestido negro
marcaba perfectamente sus caderas. Se quitó apresuradamente el sombrero y los
finos guantes y, excitada, se abalanzó contra el muchacho que la observaba
cerca de la puerta. Se fundieron en un apasionado beso de amantes. Él le
arrancó el ajustado vestido negro de su cuerpo. Fue entonces cuando la penetró.
Ella volvió a sentir la pasión del día anterior. El color de la piel oscura de
Titán, que brillaba a causa del sudor que desprendía su cuerpo desnudo,
contrastaba con el blanco algodón del cobertizo. El joven manifestó una vez más
comportarse como un buen amante. Al cabo de unos instantes ambos cayeron
rendidos ante el cansancio de su experiencia. Madelaine intentó descansar
cuando, de pronto, un horrible pensamiento asaltó su conciencia:
- Si Richard nos descubriese sería lo peor – dijo Madelaine
asustada, quién se había percatado de que ya era demasiado tarde y cualquier
excusa enfurecería todavía más a su marido.- Me matará... debo marcharme
–repetía sin cesar.
- ¡No permitiré que ese loco te ponga la mano encima!–
exclamó Titán, algo sobresaltado.
- Debo marcharme antes de que él salga a mi encuentro –
concluyó la mujer.
Así que sin pensarlo dos veces se apañó como pudo la larga
falda y la chaqueta de punto y salió corriendo sin despedirse del muchacho.
Sabía que su marido no intentaría hacerle daño, sin embargo no descartó la
posibilidad de que la forzara a llevar a cabo una relación que ella suponía que
había terminado hacía ya años. Conocía perfectamente su carácter y suponía que
esta vez sería terrible, ya que el ánimo de él había sido destrozado esa misma
tarde.
Cuando llegó a la casa descubrió que la luz del dormitorio aún
estaba encendida. Se estremeció. Buscó la llave de la puerta principal bajo la
maceta de lirios que decoraba la escalinata de mármol de la entrada. No la
encontraba. Supuso que Richard la habría llevado consigo para escarmentar a su
esposa si esta se retrasaba más de lo habitual. De pronto, Madelaine recordó
que la ventana del patio trasero estaba abierta, tal y como la dejaba siempre
uno de los criados para que Lincoln, el perro de la familia, entrase y saliese
de la mansión durante las calurosas noches de verano. Cuando llegó a su
destino, se alivió al comprobar que permanecía abierta de par en par. Por un
momento pensó que Richard había tenido en cuenta ese pequeño detalle, pero no
fue así. Entró como pudo y haciendo el menor ruido posible, y se dirigió a sus
aposentos. Vio por debajo de la puerta que la habitación seguía iluminada.
Entró con miedo pero decidida y apreció que no respiraba un alma en el interior
de la estancia. Sin pensarlo dos veces, se quitó la ropa, la escondió debajo de
la cama, se puso un camisón limpio y se introdujo en el lecho rápidamente.
Enseguida se percató de que la ausencia de su marido no era casual: estaba
desahogándose en el cuarto de la criada. A Madelaine ni siquiera le importó,
incluso se alegró de no tener que dar cuenta a Richard de su retraso aquella
noche. Por primera vez desde hacía mucho tiempo consiguió dormir tranquila.
Continuará...
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